“Ale, come. Please explain to me
why it is so important for you guys to vote. You’re not going to change my
mind, I’m just curious. I’ve never met someone like you”- dijo Jono, de 26 años
de edad con quien trabajo. Jono no concibe por qué para mí es importante
sobrevivir un viaje de 50 horas a mi tierra natal para votar por un presidente.
Jono no cree en los procesos electorales, no cree en la política. A sus 26 años
de edad, no está inscrito en el registro electoral, no desea estarlo y el único
motivo por el que sabe quien gobierna, es porque su presidente monta shows
igual que el nuestro. Jono no concibe cómo yo, a los 24 años, haya ejercido mi
derecho al voto al menos en una 10 ocasiones. Jono no concibe como antes de
venir a Sudáfrica, no tenía ningún problema en trabajar de voluntaria en
centros de votación, centros de totalización, en llevar a otros miembros de mi
familia a votar, en ir a marchar y en tragar bombas lacrimógenas por una causa
que yo consideraba importante.
Jono no podrá entender nunca por
qué en Venezuela se vive el voto tan apasionadamente. Yo jamás podré entender
su indiferencia.
Cualquier venezolano sabe de lo
que hablo. Claudia cumplió 18 años éste año, y la primera pregunta fue: ¿y
cuando te vas a inscribir en el REP?. En un país en el que la política dicta tu
vida tan radicalmente, es difícil no dejarte envolver por ella. Es difícil a
veces no detestarla, cuando te das cuenta que es un juego cínico de unos pocos
que juega con las esperanzas de millones. No miles, millones. Porque al menos 6
millones esperábamos que los otros 7 millones se hubieran cansado también. Sin
embargo, siete millones de venezolanos están contentos con sobrevivir y, porque
ellos son mayoría, ellos dictan el ritmo del tambor. Pecamos por pensar que
querrían más, pensamos que 14 años ya habían sido suficientes. Nos equivocamos. Otra vez nos equivocamos.
¿Lo que duele? Que por una fracción
de segundo nos imaginamos cómo sería. Nos permitimos soñar, cuando bajábamos la guardia del subconsciente, lo que sería un país
en donde las carreteras no tienen huecos. Un país en donde puedes salir de
noche y saber que volverás a dormir en tu cama y no en la morgue. Un país en
donde democracia es cambiar de presidente. Un país en donde el rojo es color de
caramelo de piñata y no una ideología. Un país en donde familia significa un
domingo por la tarde y no un pasaje transatlántico. Un país del que sentirnos
orgullosos por reflejar el carácter de aquellos que todos los días se levantan
y –dicho en criollo- le echan un cerro de bola. Un país en donde criar la próxima generación. Un país donde matrimonio significa futuro y no "papá ayúdame que no puedo". Nos pemitimos soñar con un país, donde querer permanecer, no es una locura.
Duele porque además, por sobre todo, nos atrevimos a
soñar con un país en donde la gente convive y no sólo sobrevive.
El despertar vino como siempre: de noche, en la voz de alguien que ocupa una cómoda silla que dice CNE. Es de las voces
que más detesto, no por su forma, sino porque en los últimos 14 años, todos los
que han ocupado ese puesto, nos despiertan con un coñazo que nos quita el aire. El 7 de Octubre nos quitaron el aire 6 años más. El 2019 suena muy lejos.
Quizás haya un camino. Quizás
haya esperanza. Hoy está todavía muy lejos de todos nosotros porque quizás 5000
días no han sido suficientes después de todo. Cuando estemos listos, creo
firmemente que conseguiremos el camino y tendremos ese país que soñamos.
¿Ahora entiendes Jono?
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